Primero fueron los huracanes de dolor.
La azotaron sin pausa desde todos los frentes, hasta dejarla exhausta, desnuda y en carne viva.
Luego, fue la oscuridad.
Cuando se acurrucó en un rincón a lamerse las heridas, percibió que iba
apagándose, sin poder evitarlo, hasta quedar inmersa en la negrura más
profunda.
Todos los colores se fugaron de su mundo.
Con el
tiempo, cada tanto, aparecía alguna chispa, un breve destello. Un
recuerdo, algo bello, alguna melodía. Pero por más que quisiera
retenerlos, jamás permanecían.
Cansada de ir a tientas y tropezar
una y otra vez en busca de una salida, de hacer esfuerzos por volver a
brillar, de manotear en las sombras para atrapar algún chispazo, un buen
día, aceptó.
Dejó de luchar, abrió los brazos y permitió que las tinieblas la devoraran por completo.
Y la oscuridad la acunó suavemente mientras ella se dormía.